Presencia de Dios.


Recuerdo una anécdota leída hace mucho tiempo, que ilustra una situación, que hoy día es apenas imaginable:

Se trataba de la leyenda de aquel caballero medieval que habiendo cometido un asesinato quiere obtener la absolución de su culpa amenazando con la espada a su Obispo, y que, al oír la negativa de este, no lo mata, sino que se marcha exclamando desdeñosamente: “no te amo bastante para mandarte al cielo tan expeditamente”.

El hombre medieval no era ciertamente ni mejor ni peor que el hombre de nuestro tiempo, pero vivía la presencia de Dios.

Sus virtudes y sus vicios, sus leyes y su mentalidad, su arte y su política; en una palabra, su cultura entera, estaban impregnados de la presencia de Dios.

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